Hay niñas que no necesitan discursos para cambiar el mundo,
solo una semilla y el valor de volver a empezar.
La historia de Itzel Ramos nos recuerda que la naturaleza habla,
pero solo algunos corazones saben escucharla.
Y cuando lo hacen, la tierra florece donde antes solo había silencio.
—Momsy ♥
En una comunidad rural de Oaxaca, México, donde los cerros se tiñen de verde solo durante la temporada de lluvias, vivía Itzel Ramos, una niña de 11 años que hablaba con los árboles como si fueran personas.
—Ese está triste —decía señalando un ocote torcido.
—¿Cómo lo sabes? —le preguntaban.
—Porque ya no le cantan los pájaros.
Desde pequeña, cada vez que talaban un árbol en el pueblo, Itzel se quedaba mirando la raíz muerta como si fuera una tumba.
No lloraba, pero apretaba fuerte el puño.
Su abuela decía que tenía “el corazón sembrado.”
Un día, cuando vio caer un gran ahuehuete donde ella solía leer, se fue a casa sin hablar.
A la mañana siguiente, salió con una mochila llena de botellas plásticas recicladas, semillas de guaje y agua.
—¿A dónde vas, mija?
—A sembrar lo que nos quitaron.
Y así lo hizo.
Itzel empezó a sembrar semillas en los huecos que dejaban los árboles cortados.
Primero sola. Luego con dos amigos. Después con toda la clase.
Pedía restos de fruta, semillas nativas, macetas viejas.
Creó un pequeño vivero con botellas cortadas y tierra negra.
Lo llamaron “El bosque chiquito”, y lo instaló en la escuela.
Cuando cumplió 12, ya había plantado más de 50 árboles pequeños en diferentes puntos del pueblo.
Los regaba con agua que ella misma cargaba en bidones.
Les ponía nombre: uno se llamaba “Valiente,” otro “Silencio,” otro “Paciencia.”
Una mujer de una fundación ecológica se enteró de su historia y la invitó a participar en un programa de reforestación comunitaria.
—¿Qué te gustaría decirle a otros niños? —le preguntaron en una entrevista.
—Que si ves que arrancan algo vivo… tu trabajo es volver a plantarlo.
Hoy, con 13 años, Itzel sigue sembrando. Enseña a otros niños a germinar semillas.
Ha sido reconocida por organizaciones ambientales, pero su premio más grande sigue siendo uno que cuelga en el tronco del árbol que plantó donde cayó el ahuehuete:
“Aquí crece lo que nadie pudo matar: la esperanza.”
Reflexión
El verdadero acto de amor no siempre es cuidar lo que ya existe,
sino volver a sembrar lo que se perdió.
Itzel lo entendió antes que muchos adultos:
cada árbol es una promesa, cada raíz, una memoria.
Porque la esperanza —como los bosques— se planta, se riega y se comparte.
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Texto de autor desconocido (sabiduría popular)