A las tres en punto, siempre Pipo

En los rincones más sencillos de la vida
—entre campos de maíz y caminos de tierra—
florecen historias que nos recuerdan que la lealtad y el amor no necesitan palabras.
La historia de Pipo, el gallo que esperaba cada tarde a Nico,
es un retrato de esa ternura silenciosa que une corazones
más allá de las ausencias y las distancias.

—Momsy ♥

Cada tarde a las tres en punto, en un pueblo chiquito entre campos de maíz y caminos de tierra, un gallo subía a la verja de la escuela y se quedaba ahí. Quieto. Como una estatua viva. Esperando.

No cantaba.
No picoteaba.
Solo esperaba.

Se llamaba Pipo. Nadie sabía quién se lo puso ni de dónde venía. Solo que, desde hacía meses, aparecía puntualmente a la salida de la escuela rural número 42, y esperaba junto a la reja de madera astillada.

Los niños salían corriendo, chillando, pateando piedras, y allí estaba él, como un padre paciente, moviendo apenas la cabeza de un lado a otro.

—¿De quién es ese gallo? —preguntó una maestra.
—De nadie. O de todos —dijo el portero.

Pero en realidad, era de uno solo: Nico, un niño de ocho años, delgadito, con ropa grande y una cicatriz en la ceja.

Un día, mientras regaba las plantas del fondo, apareció Pipo, herido en una pata. Nico le ofreció arroz cocido y agua. Pipo se quedó.
Desde entonces, fue su sombra.

No es un gallo cualquiera. Este entiende —decía la abuela.

Y sí, parecía que sí. Lo seguía hasta la escuela. Pero no cruzaba la reja. Se quedaba del lado de afuera, esperando.

—¿Y si se va? —preguntó Nico.
Si alguien te elige, no se va tan fácil, mi amor —respondió la abuela.

Pero un jueves, Nico se desmayó en clase. Fiebre alta. Lo llevaron al hospital. Pipo no lo supo.
Esa tarde fue a la verja. Esperó. Nico no salió.
Al día siguiente volvió. Y al siguiente. Y al siguiente.
Una semana entera. Bajo lluvia. Bajo sol. Sin moverse.

Los niños empezaron a notar su tristeza. Ya no alzaba la cabeza. No buscaba a nadie más. Solo esperaba.

Un lunes, finalmente, una furgoneta blanca se detuvo frente a la escuela. Nico bajó, flaco y pálido.
Y ahí estaba Pipo.

Corrió hacia él con las alas abiertas, cacareando como si gritara su nombre. Nico lo abrazó como a un hermano perdido.
Volví. No me fui para siempre.

Y el gallo, como si lo entendiera, se quedó quieto en su regazo.

Desde entonces, Pipo ya no se queda afuera. Lo dejaron entrar al patio, y todos los días, a las tres, camina al lado de Nico hasta la casa.
Nadie se atreve a espantarlo.

Porque a veces, el amor no tiene que entenderse. Solo necesita ser correspondido.


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Reflexión

Cada tarde, cuando Pipo acompaña a Nico hasta su casa,
se reafirma una verdad profunda:
el amor no siempre se explica, pero siempre se siente.
En la espera paciente de un gallo y en el abrazo de un niño,
se revela que la fidelidady el cariño son fuerzas capaces de transformar lo cotidiano en eterno.
Porque a veces, el amor no tiene que entenderse, solo necesita ser correspondido.

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Texto de autor desconocido (sabiduría popular)

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