Hay días en los que una madre sale a buscar el sustento…
y sin saberlo, encuentra una prueba que la marcará para siempre.
Historias como la de Rosaura no salen en los periódicos,
pero se quedan tatuadas en el alma de quienes las escuchan.
Porque cuando una madre grita, el mundo entero debería escuchar.
—Momsy ♥
Rosaura tenía la piel curtida por el sol y las uñas siempre impregnadas del olor a cebolla y comino. Vivía en un asentamiento irregular al borde de Monterrey, donde las casas eran de lámina y las calles de tierra, pero los corazones, enormes. Su esposo, Evaristo, trabajaba como peón en una construcción, y aunque le ponía el alma, el dinero apenas alcanzaba para los pañales de su hija recién nacida, Alma.
Una madrugada fría, Rosaura salió como cada día con su canasto cubierto por un mantel de florecitas. Vendía gorditas de frijol, de chicharrón prensado, y café de olla bien dulcecito, que perfumaba todo el paradero donde se juntaban los choferes y los obreros. Amarraba su puesto improvisado con unas sogas viejas y, con delicadeza, colocaba a Alma dentro de una cuna de plástico forrada con sábanas, justo detrás de ella.
La gente ya la esperaba. Su sonrisa era como otra forma de dar calor. Pero esa mañana, entre los que llegaron por una gordita, también vino la desgracia disfrazada de perfume caro y lentes oscuros.
Una mujer alta, con cabello perfectamente alisado y una bolsa de diseñador, se acercó con mucha seguridad. Se presentó como Leticia y pidió diez gorditas para una “junta de beneficencia”. Rosaura, halagada por el encargo, se dio prisa en envolver cada una. En eso, Leticia se inclinó hacia la cuna como quien va a hacer una caricia. Pero en segundos, y sin que nadie se diera cuenta, cubrió a Alma con un rebozo, la cargó como si fuera suya y comenzó a alejarse con paso firme entre la multitud adormilada.
Fue un sonido casi imperceptible lo que lo cambió todo: el llanto de Alma, que se alzó repentino como una súplica.
Rosaura giró y lo supo.
—¡¡Mi hija!! ¡¡Se la llevan!! ¡¡Agárrenla, por favor!! —gritó con una fuerza que le rompió la voz y le partió el alma.
La parada entera se detuvo. Nadie reaccionó al principio. Pero un hombre, don Lauro, un bolero que trabajaba desde que salía la luna, soltó el cepillo y salió corriendo con su caja a la espalda.
—¡Eh, señora! ¡Deténgase! —gritó, mientras otros comenzaron a gritar también.
Leticia corrió, pero tropezó con una piedra mal enterrada. Don Lauro, con reflejos de joven, le quitó a Alma con cuidado. Otro vecino la sujetó del brazo. Ella chilló, pataleó, pero ya era tarde: el barrio entero se había despertado.
Rosaura llegó corriendo, se tiró al suelo y abrazó a su hija. Su llanto era otro, de alivio, de puro agradecimiento. Se aferró a ella como si el mundo pudiera romperse en cualquier momento.
—Gracias, gracias, señor… ¿cómo se llama usted? —preguntó, aún temblando.
—Lauro. Nomás hice lo que cualquiera haría por una madre… y por una bebé.
La policía llegó tarde, como siempre. Pero el barrio no. Esa tarde, todos llevaron algo a Rosaura: arroz, pañales, azúcar. Don Lauro, sin buscarlo, se volvió una leyenda local. Le regalaron una silla nueva para bolear, con un toldo que decía:
“Aquí trabaja el héroe de Alma”.
Desde entonces, Rosaura cambió el nombre de su puesto. Ahora lo llaman “Las gorditas del milagro”.
Y si alguien pregunta por qué, ella sonríe con los ojos húmedos y dice:
—Porque esa mañana Dios no llegó con alas… sino con zapatos viejos y caja de bolero.
Refrán:
“Cuando la desgracia toca la puerta, a veces la esperanza la tumba con un grito.”
Reflexión
Hay historias que hacen que el pecho se nos apriete pero también que el corazón se nos despierte.
Y es que cuando una madre llora por su hija, ni el sueño más profundo del barrio puede seguir dormido.
Rosaura no tenía lujos, tenía fuerza.
No tenía guardaespaldas, tenía voz.
Y ese día, esa voz hizo eco hasta el alma de los buenos.
Porque la maternidad no es solo ternura, es coraje, instinto y entrega total.
Y gracias a un llanto —tan chiquito como poderoso— el mal se tropezó con la bondad de un barrio entero.
Yo no sé qué hubieras hecho tú, pero sé que aún existen personas que corren hacia el peligro por amor al otro.
Y eso, es lo que a veces llamamos milagro.
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Texto de autor desconocido (sabiduría popular)