En el parque, un grupo de niños se sienta en ronda. Pero no hay juegos, no hay risas compartidas ni complicidad entre miradas: cada uno está absorto en su celular. En las casas, los adolescentes cenan con audífonos puestos, desplazándose con el pulgar por una pantalla que los hipnotiza. Mientras tanto, los adultos, también con el celular en la mano, hacen como si no pasara nada.
Estas escenas, cotidianas en miles de hogares y espacios públicos, reflejan una realidad que estamos naturalizando peligrosamente: nuestros niños y adolescentes están hiperconectados a lo digital, pero cada vez más desconectados del mundo real, del entorno, de los vínculos verdaderos… y de sí mismos.
La falsa conexión
En apariencia, la niñez y la adolescencia de hoy nunca estuvieron tan acompañadas. Pueden hablar con alguien en cualquier parte del mundo en segundos. Acceden a videos, juegos, series, chats, redes sociales y contenidos que generaciones anteriores ni soñaban. La promesa era clara: la tecnología nos haría más cercanos, más informados, más comunicados.
Sin embargo, la realidad está resultando otra. Los dispositivos móviles se han convertido, para muchos chicos, en el principal medio de interacción y también en el refugio emocional ante la soledad, el aburrimiento, la ansiedad o el estrés. Lo preocupante es que esa conexión, en muchos casos, es superficial, ansiosa y adictiva.
Estudios recientes indican que el tiempo de exposición a pantallas entre los 8 y 18 años supera las 7 horas diariasen varios países de América Latina. Pero más allá del número, lo que debería preocuparnos es el impacto emocional, social y cognitivo de ese consumo.
¿Qué se está perdiendo?
Durante la infancia y la adolescencia se forman las bases del desarrollo emocional. Es en esos años cuando aprendemos a interpretar gestos, entender el lenguaje no verbal, construir empatía, resolver conflictos, tolerar la frustración, sentirnos parte de un grupo.
Todo eso requiere contacto real, presencia humana, ensayo y error en situaciones sociales verdaderas.
El problema es que hoy muchas de esas experiencias están siendo reemplazadas por interacciones digitales que no exigen ni ofrecen lo mismo.
Una conversación por mensajes no enseña a leer una expresión de tristeza.
Un “me gusta” no es lo mismo que una palabra de aliento.
Un videojuego en línea no reemplaza el juego en la plaza, donde hay reglas, desacuerdos, risas compartidas y vínculos que se construyen en el cuerpo y el tiempo real.
La sobreexposición digital también se vincula con problemas de salud mental que crecen silenciosamente: ansiedad, insomnio, irritabilidad, baja autoestima, dificultades de atención, retraimiento social. Todo esto, en edades donde aún se están formando estructuras fundamentales del pensamiento y la personalidad.
La paradoja de la era digital
La tecnología no es mala en sí misma. Al contrario: puede ser una aliada para aprender, crear, expresarse y descubrir el mundo.
El problema es el uso desmedido, sin guía, sin límites ni contención. Y, sobre todo, sin la presencia atenta del mundo adulto.
Muchos padres y madres se preguntan con culpa o resignación:
“¿Qué puedo hacer si todos están así?”.
El temor a que sus hijos se queden afuera o sufran exclusión digital muchas veces les impide poner límites claros o generar alternativas sanas.
Pero el desafío no es prohibir, sino acompañar, educar, modelar con el ejemplo.
Porque si un niño crece viendo que sus padres responden más rápido un mensaje que una pregunta suya, o que interrumpen una conversación por una notificación,
¿qué está aprendiendo sobre los vínculos humanos?
Educar en lo humano
La educación digital debería comenzar mucho antes que la alfabetización tecnológica.
Se trata de enseñar no solo a usar dispositivos, sino a convivir con ellos sin perder lo esencial:
la capacidad de estar presentes, de mirar a los ojos, de escuchar, de aburrirse sin entrar en pánico, de convivir con el silencio y con el otro.
Esto implica un compromiso de todos: familias, escuelas, medios de comunicación, gobiernos.
No se trata de volver al pasado ni de negar los avances, sino de construir una nueva alfabetización emocional y digital que prepare a los chicos no solo para manejar tecnología, sino para vivir con ella sin dejar de ser humanos.
Porque si seguimos criando infancias que solo miran pantallas, tal vez estemos formando adultos incapaces de ver al otro.
Y ese es un costo demasiado alto para pagar por un poco de entretenimiento o comodidad.