Es jueves y la vida empieza en una cena.
Seguramente, cuando tus padres se conocieron,
lo primero que hicieron fue irse a cenar juntos.
Y delante de esa mesa, se enamoraron.
Te lo habrán contado mil veces. Pregúntales.
Cuando tomaron la decisión de que tú vinieras al mundo,
probablemente lo pensaron sentados delante de una mesa con comida.
Nos emocionamos mientras comemos
y celebramos la vida alrededor de una mesa ruidosa llena de caras conocidas.
Comer. Alimentarse. Conversar.
Un acto tan puro, antiguo e instintivo
que se convierte en una de las cosas más importantes que hacemos a lo largo de nuestras vidas.
El metal de los cubiertos, el barro de los platos y el cristal de las copas
nos dan una pista de lo orgánico y genuino que es masticar, beber y tragar.
De la cueva al bistrot.
¿Entiendes la importancia histórica de unas lentejas?
¿Eres consciente del peso de un salmorejo?
¿Te has preguntado por qué para un valenciano la paella es una religión?
¿Acaso hay algo más puro y real
que una copa de vino, una mesa de madera y unas lascas de jamón?
Convertir una necesidad en un arte.
Encontrar la belleza dentro de la simpleza de una tortilla de patatas,
entender el significado de “menos es más” a través de unas gachas
o perderse en la dificultad infinita de elaborar una salsa holandesa perfecta.
Entender que, literalmente, eres lo que comes.
Existen muy pocas maneras más auténticas y respetuosas
de viajar por el mundo que a través de la gastronomía.
El cuidado enfermizo de Japón, la pólvora loquísima de México
y la rotundidad incontestable de España.
Y todo esto lo podemos hacer sentados en una silla de madera.
Métete en la cocina de un restaurante y prepárate para entenderlo TODO.
Llevo años perdiéndome en este enjambre gastronómico, vibrante y maravilloso que es Madrid
y espero que me queden otros tantos,
porque una de las razones por las que quiero seguir vivo muchos años
es para continuar descubriendo el mundo a través de mis papilas gustativas.
Casi siempre que me acuerdo de mi abuela Lili,
que murió hace ya muchos años,
pienso en su sonrisa, su perfume y su tortilla.
Y así, a través de unos huevos y unas patatas,
ella es –para mí– inmortal.