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Miércoles 13 de mayo de 1981. Era el aniversario de la Virgen de Fátima, una fecha especial en el calendario católico. Desde temprano, peregrinos de todo el mundo, familias, ancianos y niños se congregaban en la Plaza de San Pedro con un mismo deseo: ver al Papa Juan Pablo II.
Desde su elección en 1978, el Sumo Pontífice tenía por costumbre celebrar las Audiencias Generales cada miércoles. Disfrutaba estar cerca de la gente: sonreía, saludaba, bendecía. Y aquel día no fue la excepción. Aunque habitualmente estas audiencias se realizaban por la mañana, ese miércoles comenzaron, de forma inusual, por la tarde. Lo que parecía una simple alteración en la rutina… se transformó en el preludio de lo impensado.
Cuando el vehículo descapotable apareció con Su Santidad a bordo, la multitud estalló de alegría y emoción. El Papa avanzaba despacio, saludando a todos con la mano alzada. Los fieles se estiraban como podían, buscando apenas el roce de su mano o el privilegio de una mirada.
A las 17:17, justo después de bendecir a una niña y devolverla a los brazos de sus padres, ocurrió lo impensado. Desde la cuarta o quinta fila, en medio del público, se alzó una mano. En ella, una pistola Browning calibre 9 milímetros apuntaba directo a la cabeza de la Iglesia.
¡Bang! ¡Bang! En cuestión de segundos, la sotana blanca se manchó de rojo. Se escucharon varios disparos. El júbilo se transformó en desesperación y el fervor en pánico. Lo que siguió fue uno de los momentos más oscuros y estremecedores en la historia del Vaticano.
El mundo en shock
Luego del ataque, todo ocurrió muy rápido. El Papa comenzó a sentir una quemazón intensa y un dolor agudo en el abdomen que lo hizo tambalear. Ignoraba que había sido alcanzado por cuatro balas: dos se habían incrustado en su estómago, una en el brazo derecho y otra en la mano izquierda.
El “Papamóvil”, con el Papa herido, aceleró a toda velocidad, sin rumbo, para sacarlo del lugar. No hubo tiempo para escoltas ni protocolos. Pocos minutos después, una ambulancia trasladó a Juan Pablo II, en estado crítico, al Hospital Universitario Gemelli, el mayor centro médico de Roma y uno de los más prestigiosos de Europa.
La noticia sacudió al mundo entero. Cadenas de televisión, radios y periódicos de todo el mundo interrumpieron su programación habitual para informar sobre el atentado.
El periodista Antonio Preziosi, en su libro Il papa doveva morire (“El Papa tenía que morir”), contó que al caer herido, el Pontífice alcanzó a susurrarle a su secretario, el entonces sacerdote polaco Stanislaw Dziwisz (hoy cardenal): “Hicieron como con Bachelet”. Se refería a Vittorio Bachelet, vicepresidente del Consejo Superior de la Magistratura italiana, asesinado por las Brigadas Rojas en 1980.
Durante el traslado, el periodista reveló que la tragedia casi se agrava. La ambulancia tomó un desvío equivocado y estuvo a punto de chocar. Un accidente en ese instante hubiera sido fatal. Al llegar por fin al Gemelli, los médicos enfrentaron otro obstáculo: el quirófano de emergencia estaba cerrado… y nadie encontraba la llave. Sin perder tiempo, lo abrieron a golpes.
La operación duró más de seis horas. Tiempo después, el jefe del equipo médico, Francesco Crucitti, confesó su escepticismo: “La trayectoria de una de las balas fue extraña, como si hubiera zigzagueado dentro del cuerpo. Entró por el abdomen, perforó el colon y el intestino en cinco lugares, y salió por la pelvis. Pero no tocó ni la aorta ni los nervios principales”.
Si la bala hubiese rozado la aorta, el Papa hubiera muerto en cuestión de segundos. Pero, contra todo pronóstico, el Papa sobrevivió. Y para millones de fieles, lo que ocurrió esa tarde no fue solo una hazaña médica, sino una señal divina. El Papa había sido herido por las balas, pero -como él mismo diría luego- lo sostuvo “una mano invisible las guió”.
Los atacantes
Nadie sospechó que aquel día, entre la multitud, se ocultaban dos hombres que no estaban allí por fe ni devoción, sino con un propósito letal: matar al Papa. Sus nombres eran Mehmet Alí Agca y Oral Celik, dos militantes extremistas turcos.
Ambos formaban parte de los Lobos Grises, un grupo ultranacionalista de extrema derecha. Mehmet Alí Agca tenía un historial oscuro: en 1979 había asesinado al periodista Abdi İpekçi y tras ser arrestado, escapó de prisión con ayuda de sus cómplices.
Según las investigaciones posteriores, su rol en el atentado era apoyar a Agca: debía generar una distracción detonando explosivos y abrir fuego para facilitar la fuga. Pero el plan no salió como esperaban. Preso del miedo, Celik huyó antes de actuar.
Varias de las personas, que vieron el disparo, reaccionaron de inmediato: lo rodearon y lograron reducirlo.
En medio del forcejeo apareció Camillo Cibin, jefe de seguridad del Papa, quien saltó la valla, lo detuvo y le quitó el arma. Luego, al revisar los bolsillos de Agca, encontró una nota arrugada: “Yo, Agca, maté al Papa para que el mundo sepa que hay miles de víctimas del imperialismo”, decía el mensaje.
El perdón
Juan Pablo II pasó semanas recuperándose. Dos meses después del atentado comenzó el juicio contra Agca quien confesó el ataque, pero cambió su versión en múltiples ocasiones.
El proceso judicial fue breve y muy mediático. Y, a pesar de las expectativas, no reveló a los autores intelectuales. El caso sigue siendo, en parte, un misterio.
El 22 de julio de 1981, solo dos días después del inicio del juicio, Agca fue condenado a cadena perpetua.
En 1983, dos años después del atentado, el Papa conmocionó al mundo al visitar a su agresor en prisión. “Le hablé como a un hermano”, diría después el Santo Padre.
Agca cumplió su condena en la prisión de Rebibbia, en las afueras de Roma, donde permaneció casi dos décadas antes de ser indultado y extraditado a Turquía.
Finalmente, fue liberado en 2010. Desde entonces, vive en Estambul, donde lleva una vida relativamente discreta. En 2013, publicó sus memorias Me prometieron el paraíso. Mi vida y la verdad sobre el atentado al Papa.
Desde hace una década, Agca comparte su vida con su esposa, Elena Rossi (58). Su historia comenzó cuando él aún estaba en prisión. Antes de la boda, Elena adoptó la fe islámica.
El 27 de diciembre de 2014, Agca realizó una visita inesperada al Vaticano. Ese día, depositó dos ramos de rosas blancas en la tumba del Pontífice. Las cámaras de la televisión italiana captaron el momento: “Mil gracias, santo” y “Viva Jesucristo”, se lo escucha murmurar.
La virgen de Fátima y el milagro
El atentado de 1981 no solo dejó una marca en la historia, sino que reavivó la devoción que el Papa sentía por la Virgen de Fátima.
El Papa estaba seguro de que esa coincidencia tenía un significado providencial. “Una mano disparó, pero otra mano guio la trayectoria de la bala”, dijo más tarde.
En señal de gratitud, Juan Pablo II ofreció una de las balas extraídas de su cuerpo al Santuario de Fátima. La bala fue colocada en la corona de la estatua de la Virgen y allí permanece hasta el día de hoy.
Un año después, un segundo atentado
El 12 de mayo de 1982, Juan Pablo II viajó a Portugal para visitar el santuario. Mientras oraba, un sacerdote español ultraconservador, Juan Fernández Krohn, intentó atacarlo con una bayoneta de 37 centímetros.
El atacante gritaba que el Papa era un “traidor” que debía ser detenido. Gracias a la rápida intervención de la seguridad, el ataque fue frustrado y el Papa resultó ileso.
Krohn fue detenido en el acto, juzgado en Portugal y condenado a seis años de prisión, aunque cumplió solo una parte de la pena. Posteriormente fue deportado a España.